Esperemos que, algún día, en algún archivo perdido aparezca el testamento de Alfonso, cuya existencia algunos se han encargado siempre de negar, a pesar de conocer que Berenguela ordenó destruir todo lo que hiciera referencia a los deseos de su ex marido.

Pintura en el artesonado del Real Monasterio de Santa Clara. Salamanca. Fotografía: Martínezld
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Cierto es que, en los reinos medievales, tanto en Hispania como en el resto de Europa, la traición fue una moneda más corriente que el intercambio de oro para las transacciones económicas; como es natural, el Reino de León no podía verse liberado de esa tendencia. Es más, prescindiendo de lo que ocurriría a lo largo de los más de 300 años de existencia, como entidad individual (que de lo demás también conviene debatir, tal como vienen los tiempos…), podríamos argumentar que la existencia de esa entidad que denominamos Reino de León y que, aun a riesgo de escandalizar a ciertos espíritus pacatos, deberíamos denominar país, puesto que tuvo leyes, ejército, imprimió moneda y hasta tuvo reyes vasallos, comenzó con una traición y ¿terminó? con otra mayor aún.
Si tenemos en cuenta, como suele argumentarse, que la existencia del mismo comienza con la coronación del rey García I, ahí tenemos una primera traición… y no pequeña, puesto que se levanta hijo contra padre y esposa contra esposo.

Colección Reyes de Asturias del Ayuntamiento de Oviedo
Vaya por adelantado, sin embargo, que muchos historiadores retrotraen la existencia del Reino de León al reinado de Alfonso III, el Magno, o incluso al de su padre, Ordoño I. En efecto, la ciudad de Legio estaba ya lista para recibir a la corte; era un lugar ideal para el traslado de la misma desde Oviedo y aquello no podía escandalizar ni sorprender a nadie puesto que, en el pasado, se habían producido otros traslados en el Asturorum Regnum (de Cangas de Onís a San Martín del Rey Aurelio luego a Pravia, y finalmente a Oviedo). De hecho, Legio, no solo contaba con el prestigio de haber albergado durante más de cuatro siglos le única legión romana permanente en la Península, sino que, gracias a sus recias murallas, ofrecía a la corte astur un lugar seguro, más próximo a la frontera, sin tener que atravesar la cordillera Cantábrica cada vez que se decidía una nueva incursión en tierra enemiga.
Ello sin olvidar que aún se conservaban también determinados edificios que, con una leve adaptación, podían servir hasta de palacio real, y todo esto, naturalmente, sin salir de los dominios de la tierra astur, puesto que el río que había dado nombre a este pueblo, tan belicoso contra Roma, corre 17 kilómetros más al sur de la que será, hasta 1230, la urbe regia, y durante más de 20 años, la capital imperial, León.
Conviene seguir insistiendo en este tipo de asertos puesto que el presentismo que nos invade (no se puede hablar con propiedad, por ejemplo, de “Reino de Asturias”, sino del “Reino de los Astures” o, si se quiere, en la última época de su permanencia en la Asturia transmontana, del Ovetao Regnum) y el relativismo al que nos someten (la existencia de una supuesta “corona de Castilla», el Reino de León “desaparece en 1230”, etc. y barbaridades históricas semejantes) no permiten una reposada reflexión sobre los verdaderos acontecimientos.

García I de León, por Mariano de la Roca y Delgado expuesta en el Congreso de los Diputados.
Situémonos, para encontrar una causa a los hechos que narramos, en el año 909; Alfonso (rey entre el 866 y el 910), después de una exitosa carrera militar contra los musulmanes e incluso de haber controlado varios intentos de rebelión por parte de algunos de sus condes, es víctima de un complot (no era la primera vez que algunos le habían disputado hasta el trono los nobles y hasta sus hermanos…), esta vez nacido o, al menos, alentado desde los más íntimos círculos del poder: su propia familia.
Sobre el detonante de los hechos, los historiadores no se han puesto nunca de acuerdo. La teoría más plausible sería la que culpa de todo al ambicioso conde castellano Munio Núñez. El hijo mayor de Alfonso, García, se había casado con su hija Nuña y corrían rumores de que el rey prefería como sucesor a su segundogénito, Ordoño. La prueba más palpable era que Alfonso le había nombrado gobernador de Galicia.
Eso, naturalmente, no entraba en los planes de Munio ni en los de García ni, al parecer, en los de Jimena, la esposa del rey que habría alentado la rebelión. Algunos, pretendiendo, quizá, quitarle hierro a los hechos, argumentan que no estaría de más pensar también en que Alfonso había elevado sobremanera los impuestos… Ni siquiera los primeros cronistas (la Albeldense, escrita poco después de la muerte del rey, o la del obispo de Astorga, Sampiro, que la compuso en la primera parte del siglo XI) se han puesto de acuerdo.
De cualquier manera, el levantamiento se produce y, en un primer momento, García es encerrado en el castillo de Gauzón; sin embargo, el resto de sus hermanos se solidarizan con él y Alfonso se retira, durante un breve tiempo en Boiges (Valdediós), uno de sus lugares preferidos.
Llega entonces a un pacto con su familia y después de hacer una peregrinación a Santiago, puede encabezar una nueva incursión victoriosa en “tierra de moros”; a la vuelta, morirá en Zamora el 20 de diciembre del año 910.
Así se consolida la llegada efectiva al trono del primogénito, García, el cual, de inmediato, traslada ya, de manera real, toda su corte a León. Hemos de decir, sin embargo, que, aunque con cierta preeminencia sobre sus hermanos, Ordoño será rey en Galicia y Fruela tendrá la misma consideración en la Asturia transmontana, manteniendo su corte en Oviedo.
No podemos argumentar, sin embargo (ni lo pretendemos), que el nacimiento del Legionesis Regnum se haya debido, únicamente, a la rebelión de unos hijos contra su padre; más bien que el traslado de la corte estaba ya prácticamente consolidado y que Legio estaba madura para entrar en la historia.
Sin embargo, no podemos ser tan benevolentes a la hora de esa supuesta despedida del gran teatro del mundo, del Reino de León; curiosa la coincidencia de otro Alfonso, el III, denominado el Magno por sus hechos incontestables, con Alfonso IX, al que, desde estas páginas, hemos denominado siempre el Legislador.

Alfonso IX, Rey de León. Colección de retratos de los Reyes de León del Ayuntamiento de León. Fotografía: Martínezld
Retrocedamos a 1230, mejor aún a 1217. Enrique I de Castilla que había sucedido (a los diez años) a su padre Alfonso I de Castilla (a quien denominan VIII sin ninguna razón que lo justifique), muere en un “desgraciado accidente”, el 10 de junio, en el palacio del obispo de Palencia, como consecuencia de la caída de una teja en su real cabeza… “jugando con otros niños”.
De inmediato, su hermana mayor, Berenguela, separada ya de nuestro Alfonso IX por imposición papal, consigue llevar con engaños al hijo de ambos, Fernando, a tierra castellana, contra la opinión del rey y sus medio hermanas, Sancha y Dulce.
El 14 de junio en la fortaleza de Autillo (Autillo de Campos), Berenguela hace proclamar a su hijo rey de Castilla, si bien la coronación tiene lugar en la Plaza Mayor de Valladolid, unos 15 días más tarde.
No entraremos ahora en las desavenencias que causó esta coronación, como rey de Castilla, del heredero del Reino de León. Los partidarios de Alfonso y Fernando tuvieron que enfrentarse, incluso en el campo de batalla hasta que el 26 de agosto de 1218 se firmó el Pacto de Toro, aunque las hostilidades no terminaron del todo.
Tuvo que intervenir la Santa Sede, con el papa Honorio III implicado personalmente y con la mediación de varios obispos de las diferentes diócesis de ambos reinos.
No es el momento de extenderse en las contiendas ni en los acontecimientos que rodearon los reinados del padre y del hijo; tiempo habrá. Solo señalaremos que en el centro de los hechos siempre encontramos a la familia de los Lara y a personajes absolutamente dañinos para el Reino de León, tanto en sus actuaciones cuanto en sus escritos, como el arzobispo de Toledo, el navarro Rodrigo Jiménez de Rada, que parecía no terminar nunca de pagar el favor de su ascenso a la sede primada y que, además, nunca disimuló su inquina contra los leoneses.
¿Qué se puede esperar entonces de un arzobispo con el poder que ostentaba en aquel momento, si intervenía directamente en la solución de la herencia de Alfonso IX después de su muerte en Sarria el 24 de septiembre de 1230? ¿Cómo no entender la postura de Teresa de Portugal, a caballo entre los monasterios de Lorvão (Portugal) y de Villabona (en el Bierzo leonés)? Su sacrificio podría ser compensado incluso con la beatificación… ¿Qué había de más importante en aquella época?

Fernando III, Dulce y Sancha II
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Las trapacerías de los unos y los escrúpulos y la falta de valentía de los demás, llevaron a una decisión que se tomaría, en la villa de Benavente, y que se denominó “el pacto de las dos madres” o “la Concordia de Benavente.” Ello suponía quebrantar, claramente, los deseos de Alfonso IX en relación con los derechos sucesorios puesto que, en público y en privado, había señalado correspondían a sus hijas Sancha y Dulce. De hecho, ya les había asociado al trono y de ello había hecho responsable al Maestre de Santiago…
Nada pudo evitar el fraude cometido contra las infantas y el expolio de sus derechos al trono. Esperemos que, algún día, en algún archivo perdido aparezca el testamento de Alfonso, cuya existencia algunos se han encargado siempre de negar, a pesar de conocer que Berenguela ordenó destruir todo lo que hiciera referencia a los deseos de su ex marido. El crimen siempre deja huella, y algún día resplandecerá la verdad.
Si con una traición a Alfonso III el Magno había comenzado el Reino de León, con una mayor aún comenzaba el declive del mismo, de una entidad que había sido grande y que había llevado las riendas del poder en la Hispania cristiana durante más de 300 años.
Y, como alguien podría sentenciar… “de aquellos polvos, estos lodos”.
- Texto: Hermenegildo López González
- Fotografías: Martínezld

Pintura en el artesonado del Real Monasterio de Santa Clara. Salamanca. Fotografía: Martínezld





